El filosofo alemán Arthur Schopenhauer,
temprano defensor de los derechos de los animales, dedicó una de sus famosas
parábolas a los puerco espines. En
ella quiso mostrar cómo se practicaban las relaciones sociales entre esos
animalitos espinados que, en el fondo, parecían ser el modelo a seguir en las
relaciones humanas. El minucioso
pensador describió cómo en un fuerte invierno los miembros de una sociedad de
puerco espines se arrejuntaban con mucho afán para protegerse mutuamente de un
inminente enfriamiento; sin embargo, apenas cada quien empezaba a sentir las
púas del otro, empezaban todos a separarse de nuevo un poco. Y así, repetidas
veces, los puerco espines iban arrejuntándose y separándose hasta encontrar el
punto medio en que el calor del vecino les calentara sin dañarse con las púas
ajenas. Para Schopenhauer esa distancia promedio para mantener saludables las
relaciones entre aquellos animales tenía su paralelo en nuestra sociedad: la
cortesía y los buenos modales.
De
esta parábola me acordé un verano, cuando visitaba una zona protegida en las
playas de Paracas, hacia la costa sur peruana. Y es que sucedió que íbamos un
grupo de visitantes en un bus bordeando tan bellas costas con un
inconmensurable horizonte marino y mirando el hermoso paisaje conjunto de
arena, mar y sol, cuando el guía propuso hacer una pausa en un paraje dispuesto
por el Ministerio de Cultura para ello, donde había además un restaurante. Nos
advirtió a los visitantes que se trataba de una zona en la que no estaba
permitido la entrada de bañistas al apacible mar. Al primer descuido del guía hubo un muchacho que se atrevió
a desobedecer la regla y, quitándose a toda velocidad la camiseta y las
chancletas, se zambulló en las orillas. Cuando salía sonriente de su fresca hazaña, saciada su descortés
curiosidad en las aguas de uno de los océanos más bellos que se pueda conocer,
lanzó de pronto un grito de dolor. En ese instante se vio a la altura de su pie
izquierdo cómo las aguas transparentes de la playa se tornaban purpúreas. Había
pisado un erizo de mar. Y entonces sanseacabó el paseo para todos los que
íbamos en el bus de visitantes, puesto que hubo que esperar casi una hora a la
llegada hasta ahí de una ambulancia, para que el iluso joven no se desangrara
por la planta del pie. Y tuvimos que esperar también otra hora más a que terminaran
de operarlo. Fue en el instante ---cuando me asomé por la ventana de la
ambulancia y vi cómo le quitaban una por una las espinas de unos 5 cms. que un
erizo marino había perdido para siempre en un pie extraño a sus aguas--- que
pensé que a la parábola del filósofo alemán se le podría sumar la pregunta por
cuál sería la distancia apropiada para que convivieran de la mejor manera
posible en este mundo animales y seres humanos: ¿el respeto por el hábitat?
Muchos
años después, en unas vacaciones en la isla de Córcega, estando en una hermosa
playa al caer la tarde, un grupo de personas reunidas en torno a una fogata,
que llevaban bebidas varias botellas de vino blanco que iban sacando de un coolbox, se armaron de valor ---o mejor
dicho, de descortesía y de irrespetuosidad--- para emprender una placentera
pesca submarina al abrigo del crepúsculo, justo a pocos metros de un cartel que
marcaba la señal: "Prohibida la pesca submarina". Qué tristemente exclusivos lucían esos
erizos marinos asados, acompañados de una copita de alcohol. En ese tiempo ya
llevaba anotado un capítulo sobre erizos y puerco espines en mi Bestiario Personal; y fue allí cuando
acoté la pregunta por las distancias ideales de convivencia humano-animal.
Y
hace poco, terminé por convencerme de la dificultad de marcar esos límites
sociales entre animales y personas en lugares donde conviven fauna salvaje ---o
natural--- y civilización. En las pocas noches de altas temperaturas que en
Múnich se puede disfrutar, los lugareños suelen reunirse entre amigos a orillas
del río que atraviesa la ciudad, el Isar, a degustar en torno a una parilla
portátil que pueda asar todo cuanto se quiera degustar: vegetales, carne,
quesos, pescado, etc. Las gentes suelen pasar el día entero allí, remojándose
de vez en cuando en el agua, y pueden llegar a prolongar la conversación hasta
entrada la noche, con guitarras y velas. En una de esas ocasiones en las que
participé de ese tipo de fiestas campestres, una pareja de amigos ecuatorianos
asistió con su bebé, a quien echaron a dormir en el cochecito en el que lo
transportaban y que decidieron mantener a cierta distancia de donde hacíamos la
parrilla para que el humo y el rumor no molestaran a la criatura. Mientras
disfrutábamos de la reunión, de improviso la madre dio un grito espeluznante:
"¡¡¡¡Una raaaaataaaa, mi hijooo!!!!!!", y corrió de un salto hacia el
cochecito del bebé afirmando haber visto la silueta de una rata saliendo de la
parte de debajo de la camita, que sirve para portar cosas. Todos fuimos a ver y
no encontramos nada más que a un angelito en profundo sueño y las cosas de
abajo intactas. El asunto no pasó a mayores, salvo porque la madre no quedó
convencida de que en las inmediaciones del río Isar no había ratas, e insistió
en que a ver si bajábamos un poco la voz para que pudiera poner más cerca el
cochecito a nuestro ruedo. Así lo hicimos, y el cochecito siguió quedando a
oscuras pero solo como a unos tres metros del grupo; no obstante, otra vez,
oíamos el desesperado grito materno romper el suave canto que salía de los
tumbos de daban las piedras en el río: "¡¡¡¡Una raaaaataaaa, mi
hijoooo!!!!!!". Esta vez nos acercamos con las linternas de los teléfonos
móviles para dar con una dulce sorpresa: un pequeño erizo buscando calor. Uno
de los muniquenses que estaba en el grupo lo atrapó con una frazada de las que
tenía el bebé ahí abajo y lo acomodó como quien arropa a otra criatura en el
compartimiento inferior del coche. El pequeño erizo no protestó y se quedó
quieto para asombro nuestro, pero al par de segundos volvió a huir con cierta
torpeza, alejándose de nuestro grupo.
Todo
esto es, pues, todavía un punto abierto en mi Bestiario Personal, ya que para mí, y seguro también para aquel
erizo, nos queda hasta ahora ---como en aquella ocasión nos quedó--- mucho por
aprender sobre la distancia adecuada a mantener entre nosotros y ellos.
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"La fauna con púas", artículo publicado en mi columna BESTIARIO PERSONAL, de la Revista Hispanoamericana de Cultura OTROLUNES (Nr. 42, julio 2016, año 10), dirigida por el escritor cubano AMIR VALLE.